martes, 22 de mayo de 2012

¿Por qué juraría que nunca me pondría una chaqueta?



Uno con la edad debería aprender que formular aseveraciones tajantes sólo le van a llevar a uno a tener que contradecirse tarde o temprano.

Eso de que con la edad se aprende no es más que otra de esas grandes mentiras que más o menos todos damos por válidas.

A cada boda que voy formulo siempre la misma promesa: esta es la última boda a la que voy.

Todo deriva de una original promesa solemne que me hice a los catorce, a los quince o a los dieciséis; cuando mi credo eran las letras de Nirvana, mi uniforme unos pantalones rotos con una camiseta desvencijada y creía que el mundo se podía cambiar a base de gritos desafinados: nunca jamás vestiría de chaqueta. Y lo decía todo convencido. A cada boda que voy una bofetada de realidad me noquea, porque a todas ellas he ido con traje de chaqueta. Al final soy un pobre diablo al que le es más cómodo seguir los códigos que mantenerse fiel a sus promesas.

No lo acepto con elegancia ni mucho menos, cada vez que soy invitado a una, el enano cascarrabias que habita en mí sale a flote con todo su temperamento, durante sólo un par de momentos.

El 26 de Mayo, en Segovia, en la Iglesia de Trescasas se casan Cristina y Diego. Cristina es mi prima y Diego un tipo que sabe mucho de vinos y cócteles.

Y allí que el Álvaro se pondrá su traje de chaqueta, tras coger un par de trenes, otros tantos metros, un avión y con corbata y todo les felicitará de todo corazón a los novios para que sigan haciendo como hasta ahora: construyendo su felicidad.

Me lo pienso pasar bien, pienso comer y beber y disfrutar y estar un rato con mi familia, a los que no veo a algunos desde hace ya un par de años y qué mejor que una boda para ponerle remedio!!!

Y ahí que iré, en definitiva, encantando de romper de nuevo mi promesa de los quince años, y preparado de nuevo para nada más terminar y cuando mi aliento envenenado con alcohol se pelee contra la almohada dejar suelto de nuevo al enano gruñón y proclamar a los cuatro vientos: esta es la última boda a la que voy.

Y es que...

como todos sabemos.

con la edad no se aprende.






martes, 1 de mayo de 2012

La luz en una ciudad donde llueve.




En Londres llueve a menudo, pero más que llover, es que el cielo suele estar siempre encapotado, gris, apenas incluso puedes discernir las nubes, sino que más bien es un manto uniforme que te orienta a la melancolía.

A pesar de ello una de las cosas que me fascinan de esta ciudad es su luz, una tonalidad acaramelada que cuando el sol tiene recovecos por donde colarse, la proyecta con toda su ternura. El sol de Londres no quema, no pica, acaricia.

Y hablando de esos recovecos. Mi impericia fotográfica, unida a la parquedad de los medios, me han imposibilitado mostraros uno de los efectos con que ese manto de nubes, huecos y sol a veces nos cautivan.

Eran algo así como las cinco de la tarde. Domingo. Estaba en el White Horse, un bar de la casa de cervezas Samuel Smith. Anibal y yo hablábamos de futuros viajes, proyectos, anécdotas y de lo que la vida te da para que lo cuentes bebiendo una Alphine en el Soho.

Salí a fumar un cigarrito. El cielo encapotado, proyectando una tenue luz uniforme suficiente para distinguir con claridad la calle y sus transeúntes tal y como apreciáis en la segunda foto.  Pero más allá, en un firmamento que la misma ciudad y sus edificios te impide distinguir, unos rayos se colaban por un resquicio y apuntaban con todo su esplendor el edificio blanco, que quedaba como alumbrado, pareciendo una bastión de marmol incandescente luchando contra el paraje sombrío.

Fue un rato, el tiempo de fumarme el cigarro, suficiente para tomar estas malas fotos; que ni se acercan un milímetro a la verdadera estampa que allí se estaba produciendo.

Así que estad ciudad de lluvia, frío y notable ausencia de sol, de vez en cuando se entrometen instantáneas que le dejan a uno sin aliento.

Londres.

Y ahora me voy a tender la ropa, esa si que echa de menos al sol, que acaba de terminar la lavadora.