martes, 28 de febrero de 2012

Una danza incorpórea de acercamiento a Katowice.



¿De qué material está hecha la amistad? Cuál es su composición, o su estado. ¿Es la amistad gaseosa? ¿líquida? ¿sólida? Cómo crece, qué cauces y pautas transita en su desarrollo, cómo se transforma, ¿es posible enumerar sus diversas formas de disolución?

A la amistad no se le puede someter a un análisis químico.

Amigo desde los pañales o desde cuando intercambiabas cromos de futbolistas, o desde que vais juntos andando al conservatorio, amigos desde el primer cigarro furtivo o desde la borrachera cantando "Losing My Religion" en el Tierra, tu primer amigo del trabajo, tu primera amiga, tu mejor amiga, tu socio, tu compadre, la secretaria, el tio con el que llevas viviendo tres años, el tipo con el que te viniste a Londres, al que acabas de conocer o con el que casi cada semana buscas un pub para tomar una pinta. La amiga que conociste a través de otra amiga que conociste haciendo cola para un casting. El amigo que se fue, el que no llegó; al que solo con una sola mirada cómplice entiendes, con el que siempre discutes, con el que no tienes nada que ver, o a los que son fotocopias.

Con una sola palabra, amistad, al final encorsetamos una gama infinita de variaciones que denuncian lo fútil del intento de encorsetarlos, precisamente, en una sola palabra.

Nada nuevo, a la amistad, o a las relaciones que espontánemamente identificamos como de "amistad" son tan vastas, gigantescas y distintas que cualquier intento de definirla y en consecuencia, domarla, es desde su principio una aventura suicida.

A ella la conocí en el trabajo. Durante casi un año coincidíamos a veces cuatro días con regularidad en la misma semana. Nunca tomamos muchos cafés juntos, alguna que otra vez corrimos una juerga con los del curro, donde las amistades no son más que sumas. Tuvimos un par, dos o tres, conversaciones personales... y no me refiero a esos entremeses de treinta segundos donde una especie de cortesía te obliga a preguntar como está la vida, el novio, o la familia; me refiero a conversaciones largas, una vez incluso con una pinta, conversaciones de mesa de por medio. Ya empezaba a saber algo de su biografía, a conocer algunas manías, defectos. Y estoy casi seguro que si ella o yo hubiéramos cambiado de trabajo, o alguno se hubiera mudado a otra ciudad, nuestra amistad se hubiera ido disipando poco a poco. En las amistades que brotan entre extranjeros en Londres abunda una pauta común, una peculiaridad: el tránsito.

No con eso digo que nuestra amistad fuera insustancial. No creo que la calidad de una amistad haya de permanecer siempre unida al parámetro de la duración. Creo que algunas amistades se convierten en gaseosas, que desaparecen, pero que de algún modo aún siguen ahí, dispuestas a solidificarse a la menor señal.

Natalia y yo éramos compañeros y amigos. Una amistad aún tierna, elaborándose todavía. Pero Natalia cambió de ciudad. De repente se mudó. De la noche a la mañana ya no volvería a Londres, al menos por un tiempo prolongado.

Aunque esta vez, la peculiaridad no se cumplió. Es decir, nuestra amistad ni siquiera se ha gaseosificado.

Y acierto al decir que ahora me siento más cerca de ella que antes, como cuando cada día que la veía la tiraba un poco del mal genio. Quizás a la amistad se la pueda considerar como danza incorpórea de acercamiento.

La foto de ahí arriba es mi primer regalo de cumpleaños de este año. Es una especie de poesía vital y con mucho sentido del humor, además de una postal de Katowice, según ella la ciudad más fea de toda Polonia y a la que tuvo que volver forzosamente a instalarse.

Así que con esta breve reflexión sobre la amistad y de exhibición de la nuestra, lo que quiero decirte Natalia es simplemente que gracias. Y es que con ese punto egoista que toda amistad para que sea tal, ha de conllevar, he de decirte que tú como amiga me das mucho, me enseñas, y gracias a ti y a lo que el mantenimiento de nuestra amistad supone, mi inspiras a encarar la vida desde otra perspectiva, y no me equivoco si la etiqueto de más sabia.

Eres un regalo, gaseoso, líquido y sólido.

Un beso guapa.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Martes cocinando.



Resulta que desde que estoy en régimen de empleado a tiempo parcial tomé la decisión de cocinar para los que habitan la casa cada martes.

Hice espinacas a la sevillana, lentejas, garbanzos, ratatouille -en la foto- y ayer lombarda con tinto y bacon.

Nos sentamos en la mesa, y con una cerveza, vino o misma agua, le damos al tenedor o a la cuchara.

La conversación es la sal del asunto.

Por ahora no he tenido muy malas críticas.

La semana que viene creo que voy a tirar por un arroz caldoso, con pollo. Si alguno sabe alguna buena receta que no deje de decírmelo.

Y poco más.

Y me di cuenta, que si se hace con tiempo, cocinar relaja.


jueves, 9 de febrero de 2012

Un garbeo por París.



Desembarqué en la ciudad donde se proclamó la igualdad, la fraternidad y la libertad esperando comer Ratatuille, expectante por comprobar si es tan bonita como todo el mundo pregona y en definitiva a pasar un buen fin de semana pero entre semana.

Y con lo primero que me topé de Paris es con su indescifrable mapa del metro, acostumbrado a la pulcritud y claridad del Londinense, ese entramado ladeado de lineas serpenteantes y discontinuas se me antojó inescrutable, y así fue durante casi todo el viaje. Ya dentro del mismo, la impresión no mejoró; sucio, congestionado, aunque la regularidad de los trenes aceleraba al menos tu estancia en el inhóspito subterraneo parisino.

Luego un paseo por los gélidos Campos Eliseos y el Arco del Triunfo, que bueno, es un arco ahí en medio, haciendo de rotonda. Muy grande, muy bonito.

Dejado los macutos en el hotel, Hotel de Sevigne, céntrico, limpio, acogedor y con un servicio muy hospitalario; desde la limpiadora que te ayuda a abrir la puerta del hotel porque ya no sabes manejar tarjetas de entrada de tanto tiempo que no usas una, hasta la recepcionista que sin preguntárselo nos ofrece un itinerario alternativo y unas cuantas tips para nuestro último día de estancia. El cliché de que los parisinos son unos maleducados henchidos de sí mismos empieza a desquebrajarse.

Nos vamos a la torre Eiffel. 300 metros de acero que subimos hasta a la mitad a pata. Luego un ascensor nos condujo hasta la cúspide y allí pues hicimos como buenos turistas, echamos fotos, fumamos un cigarro y fuimos regañado por ello.

Comimos un menú en un restaurante que me recomendó un cliente habitual parisino. Chez Clément. Es así como una cadena de restauración tradicional. Ratatouille no había, pero un montón de cosas que sonaban a platos antiguos. Al final comí pescado con patatas al horno. No muy bueno, no muy caro, 15,90 por cabeza en los Campos Elíseos. Aceptable.

Luego oímos una misa cantada en Notre Dame y he de decir que es la catedral más bonita que he visto en mi vida, y no es que haya visto pocas. Tiene algo distinto, estaba atardeciendo, y las vidrieras le daban un color azul atenuado que te envolvían. Y allí encendí una vela, de esas que sirven para cumplir plegarias, pensando en alguien que de aquí a no poco se enfrenta con la vida. Ella no cree mucho en esas cosas, yo tampoco, pero supongo que toda ayuda es buena.

Y en una esquina, con la vistas de Notre Dame, pagamos en una cafetería por un poco de agua caliente y dos bolsas de te algo así como nueve euros. Como que mejor no pongo el enlace.

Paseo de vuelta y cena en Café Brassac donde muy amablemente nos sirvieron por 63 libras, un par de buenos platos, un par de grandiosos vinos y un postre alucinante. En particular mi solomillo estaba para tirar cohetes. Caro pero excelente ambiente, así como modernete y la materia prima ejemplar. Pedí ratatouille pero se olvidaron de servirlo.

Al día siguiente paseito por Montmartre, obedeciendo recomendaciones de mi amiga María la Mejicana. Hacía algo así como ocho bajo cero, así que la cosa se acortó y ni siquiera llegamos al Moulin Rouge. Tomamos un refrigerio en el Café du Theatre que recomiendo por lo genuino que es. Así se respira franchutismo a tope. Y luego a la Basílica du Sacre Coeur, que está ahí en una colina a la que accedimos por un telesférico, que ya las piernas después de la Eiffel no estaban para más escalones. Unas vistas inolvidables, una panorámica de toda la capital francesa, que debe ser acojonante para un atardecer.

Y por la tarde el Louvre. Y qué decir del Louvre... a mí sólo se me ocurre una cosa: demasiado grande.

Después del jaelo de cuadros y cuadros, salas y salas, cuadros y cuadros, último vino en un bar fashion llamado Unisex. Y efectivamente como el nombre indica, cuando bajas las escaleras para vaciar el agua al canario, ves que por la puerta del servicio entra todo cristo, con canario o sin él.

Paseo por las Tullerías, cruzar un estanque helado, plaza de la Concordia con obelisco egipcio y ruidosa excursión escolar incluida, bocata, recoge maleta, estación y pa casa.

Así fue en definitiva el fin de semana entre semana en París. Supongo que con mejor tiempo pasear se hubiera convertido en una actividad más placentera. Es cara de cojones, hasta límites ridículos, lo único más barato en comparación con Londres creo que fue el tabaco. Los franceses con los que nos topamos muy prestos a entenderte, a ayudarte y siempre con una sonrisa en la boca; así que en lo que a mi experiencia respecta, el cliché roto del todo, los parisinos son encantadores. El Siena lindo lindo, ahí con los puentes y las farolas y las chicas con bufandas blancas y los tipos con pañuelos.

He de repetir, en realidad querría haber ido al d´Orsay, imperdonable que no me haya pasado por el College de France después de cinco años de carrera oyendo de él y sobretodo y ante todo, pecado que me fuera de allí sin hacer lo que pretendía haber hecho: probar el famoso Ratatouille.

Y es cierto, es tan bonita como todo el mundo pregona, Paris es amplitud y croissants.


jueves, 2 de febrero de 2012

Una tarde en Craven Cottage.



Ayer estuve en mi primer partido de la Premier League. Ya era hora, después de más de tres años.

Se enfrentaban el equipo de mi barrio, el Fulham contra el West Bromwich Albion... el tercer equipo de Birmingham. No tenían mucho que ganar, tampoco mucho que perder, mitad de la tabla, lejos del descenso, lejos de europa, vagando en la tierra anodina de la mediocridad, si a eso añadimos que los termómetros marcaban menos un grado no creía yo que fuéramos a tener muchos problemas espacio. Y mi sorpresa fue que el estadio, el Craven Cottage estaba completamente lleno.

El encuentro fue también sorpresivo por el gusto por el balón que mostraron ambos equipos. Toda la vida oyendo la cantinela de que en las islas se juega al pelotazo y resulta que estos dos equipos pequeños se disputaron la media cancha, intentando hacerse dueños del territorio desde donde se ganan los partidos. A reventar.

Aquí aman a sus equipos.

Sólo reconocí a Senderos, un defensa aguerrido que solía jugar en el Arsenal y me quedo con el 21 del West Bromwich, un tipo que de verdad sabe repartir juego.

Quedaron 1 a 1, goles de un tal Dempsey en el 70´y luego el empate de un tal Tchoyi en el 82´. De rigor, como no nos iban los colores, salimos cinco minutitos antes.

Fue, en fin, una tarde de fútbol, en uno de los estadios con más solera, el Craven Cottage, a una media hora de casa andando, y con una estatua gigante de Michael Jackson mirando desde la grada al río.